Hablemos de suicidio

Hoy quiero profundizar en un problema común en las parejas, que tiene que ver con la comunicación y con la evolución: los gritos. Ciertamente, si pones atención, tal vez notes que la gente grita en una infinidad de contextos: puede que haya gritos de miedo si encuentras una araña inesperada en plena ducha; gritas de emoción si te encuentras con una querida amiga de toda la vida, o quizás quieres llamar la atención de tu madre que quedó en encontrarse contigo, pero aún no te ve. Incluso los gritos asociados al conflicto son comunes en el día a día: en la autopista, en la fila del banco, en la caja del supermaxi cuando termina un feriado y la cantidad de gente es inimaginable. La gente grita con facilidad, y parece que fuera de lo más normal y aceptado. Pero una cosa es gritarse de carro en carro en el apuro de la mañana, y otra, muy distinta, el grito en el espacio de mayor intimidad, que es la pareja.
Desde un punto de vista evolutivo, las señales
vocales son adaptaciones, es decir, se han seleccionado para resolver problemas adaptativos de comunicación. En el
caso de las vocalizaciones de ira en el mundo animal, se ha teorizado que
sirven para señalar al oponente la propia capacidad de acción y daño, con la
intención de resolver el conflicto sin tener que llegar a la agresión física. Pero
los humanos somos algo más complicados que esto, y con frecuencia caemos en
patrones de comportamiento que son mal adaptativos, que no resuelven los problemas
o que, incluso, los empeoran.
Los desacuerdos y malentendidos, en cuestión de
segundos, se convierten en torbellinos confusos emocionales que te atrapan, te
levantan, te llevan a estados de tensión acumulada, respiración agitada, mente
nublada, y de pronto, gritas. Te perdiste, se perdió el control,
la situación escaló. Dijiste cosas dolorosas, que se sienten lejanas y
borrosas, pero que lastiman en pleno centro del corazón.
Los gritos no resuelven nada; al contrario,
escalan el conflicto y dejan heridas muy complejas, porque el que gritó y
lastimó con sus palabras, puede sentirse desconectado de lo que dijo; puede que
sienta que fue el enojo quien habló, y que lo dicho no le representa. El
gritado, en cambio, sintió muy de cerca el dolor de lo dicho, estuvo ahí
recibiéndolo. La experiencia es muy distinta para cada uno, aunque los dos
estén ahí.
Imagina que estás acumulando frustración:
sientes que no te valoran, que te ignoran o que las cosas no salen como
esperas. De repente, explotas en un grito. En ese momento, gritar puede
sentirse como una liberación, como si estuvieras soltando una presión que te
ahoga. Es como abrir una válvula: tu corazón late fuerte, la adrenalina sube y,
por un segundo, sientes el poder de la voz, como si por fin te escucharan. Ese
rato, parece la reacción lógica, lo único que cabe ante el malestar que
sientes.
Después del grito, suele venir la culpa o el
arrepentimiento. Te das cuenta de que heriste a tu pareja, y eso te deja con un
vacío en el pecho, pero, además, una dificultad de conexión con la persona que fuiste
el momento en que gritabas. En mi experiencia con parejas, muchas personas me
dicen: "Grité porque no sabía cómo más expresarme, pero luego me sentí
peor". Es una respuesta instintiva, automática, como un mecanismo de
defensa primitivo, pero que, en lugar de defenderte, solo genera más distancia.
Ahora, ponte en el otro lado. Cuando tu pareja
te grita, es como si te lanzaran un balde de agua fría, o peor, como una
agresión que te pone en alerta total. La sensación de amenaza activa toda una
respuesta psicofisiológica: el pulso se acelera, sientes un nudo en la garganta
o en el estómago, y tu mente se nubla. Es como si el grito activara un
"modo supervivencia", donde solo piensas en protegerte o
contraatacar. En efecto, se activa una respuesta de pelea o huida, que plantea
escenarios complicados: o gritas de regreso y esto empeora, o quieres irte y
eso se interpreta como una ofensa para el que gritó primero. En este punto,
nadie va a ganar. Ni el que grita, ni el que lo hace más fuerte, ni el que se
marcha. Una vez que se ponen en marcha los comportamientos automáticos, todos
perdieron, la discusión se convirtió en una batalla, y el problema puntual se
confundió con resentimientos previos, con conflictos anteriores, incluso con
dolencias mucho más antiguas que la relación en la que se está discutiendo.
Si los gritos se repiten, los efectos a largo
plazo son devastadores. Erosionan la confianza: tu pareja empieza a verte como
una amenaza, no como un aliado. Generan estrés crónico, con problemas como
ansiedad, insomnio o incluso depresión, porque el cuerpo se acostumbra a estar
en alerta constante.
En las relaciones, esto puede llevar a
resentimientos acumulados, menor intimidad emocional y física, y en casos
extremos, rupturas. Imagina una casa con grietas: un grito ocasional es una
grieta pequeña, pero si son frecuentes, los gritos son como terremotos que la
derrumban. El miedo, que se activa automáticamente en estos contextos, produce
un efecto evitativo. La pareja deja de ser pareja, y ya no se siente esa
sincronización, esa compenetración o esa sensación de complemento. Los gritos alejan,
resaltan la condición de individuos separados, y fragmentan lo que antes unía a
dos personas.
Lo primero que tenemos que comprender cuando
pensamos en mejorar una relación de pareja, es que cada uno puede, únicamente,
concentrarse en sus propios errores. No podemos esperar que sea nuestra pareja
quien corrija lo que sea que hace mal. Sí podemos, sin embargo, identificar
nuestros propios gatillos, los disparadores emocionales que preceden una
explosión. Si el enojo es como un huracán, habrá primero cielos nublados:
sentiremos tensión muscular, ofuscación, respiración agitada. Si identificas
las sensaciones que produce la ira, podrás reconocerla antes de que llegue. Como
en una tormenta, protégete, respira, modifica tu estado de ánimo.
Prueba reescribiendo los eventos anteriores que te han llevado a perder el control. Describe la situación y tu reacción, y las consecuencias que experimentaste por reaccionar así. Después, modifica tu respuesta: reescribe la misma situación, pero cambia el modo en que actuaste por algo más adaptativo, es decir, que te haya permitido, efectivamente, solucionar el problema, e inventa un resultado que sería la consecuencia positiva de cambiar tu comportamiento, una resolución diferente del conflicto inicial. En un tercer párrafo, reflexiona de manera más general sobre tus respuestas negativas, las veces en que las que has gritado, y redacta un plan de acción para modificar tu reacción ante las dificultades. Escribe conductas específicas que puedes utilizar ante un conflicto que faciliten la resolución.
Aprende a comunicarte. Empieza por escuchar a
tu pareja. Controla la necesidad de corregir; aprende simplemente a escuchar lo
que la otra persona relata, describe o siente. Suelta el temor que te produce
el rechazo, y dirige tu atención a tu pareja. Escucha. Y cuando sea tu turno,
habla desde ti, sobre lo que tú sientes, y no desde lo que tu pareja hace mal.
Si el conflicto escala, toma breaks. Sal a caminar. Deja que tu pareja salga si
necesita hacerlo. No hace falta interpretar el tiempo fuera como algo terrible;
a veces, solo necesitamos un momento para calmarnos y pensar con claridad.
Finalmente, redirige el curso de esta relación:
busca un hobbie compartido, tiempo de esparcimiento con tu pareja, actividades
que traigan a tu atención las razones por las que escogiste a esta persona. Las
relaciones son frágiles, y se pierden tan fácilmente como se lograron en un
inicio. Haz un ejercicio profundo de reflexión y de compromiso contigo, con tu
mejor versión, para que, ya sea que la relación continúe o termine, sientas la
tranquilidad de haber reconocido y trabajado en tus defectos, reforzado los aciertos,
e incorporado los aprendizajes para mejorar todavía más. Si quieres hacer terapia de parejas, yo puedo ayudarte en Cumbayá de manera presencial, y también con teleterapia.