¿Por Qué el Mundo Te Agobia Tanto? Freud Explica Tu Angustia Actual
¿Te has alejado de familiares o amigos por diferencias en las opiniones o las posturas en conflictos actuales? ¿Sientes angustia, desesperanza, o desilusión?
La humanidad se encuentra sumergida en un mar de conflictos
prolongados que se extienden por años, décadas, y hasta siglos, con decenas de
miles de víctimas y desplazamientos masivos en diversas regiones, mientras la
violencia cotidiana –impulsada por crimen organizado, desigualdades y tensiones
sociales– se intensifica en países como el nuestro. En el Ecuador, en lo que va
del año, se han registrado más de 7.400 homicidios; las conversaciones cotidianas
tienen que ver con robos, asaltos o autos desmantelados, mientras el 19% de
niños menores a 2 años sufre de desnutrición crónica infantil; en este tiempo
hemos visto ciudades sitiadas, protestas y represiones, y hasta intervenciones
militares.
Condiciones como la volatilidad, incertidumbre, complejidad
y ambigüedad de la época, se complementan con la hiperconectividad. Tenemos una
interminable avalancha de noticias –transmitida en tiempo real por pantallas
omnipresentes– que genera una abrumadora sensación de caos: angustia
colectiva, desesperación ante lo inevitable y rupturas en relaciones cercanas,
donde discusiones sobre eventos lejanos escalan a odios personales. ¿Por
qué nos sentimos tan desbordados? Sigmund Freud, en sus reflexiones sobre la
guerra y la muerte (1915), ofrece una clave psicoanalítica: la desilusión, ese
velo rasgado que expone la fragilidad de nuestra presunta racionalidad.
Con la Ilustración del siglo XVIII, figuras como Kant y
Voltaire contribuyeron, quizás sin quererlo, a la construcción de una
ficción del ser humano como un ser racional. La Ilustración, con su idea de
la razón como reina suprema y el lema de Kant "Sapere aude" (atrévete
a saber), es como una gran historia inventada sobre el ser humano: una
"ficción" en palabras del neurocientífico Anil Seth, en la que
creamos, como especie, una ilusión controlada de racionalidad total. Es un
modelo mental que borra las sombras de pasiones, supersticiones e
irracionalidades medievales, para imaginar un mundo ordenado por lógica y
progreso. Igual que Seth explica que el cerebro no ve el mundo como un espejo
pasivo, sino que teje predicciones activas para lidiar con la incertidumbre, la
visión ilustrada del "hombre racional" es esa misma simulación
cultural: una apuesta optimista que pasa por alto los impulsos inconscientes y
los imprevistos de la historia.
En esta ficción, el ser humano es un capitán racional de
su destino: el progreso es lineal, las guerras son reliquias del pasado que
la ética ilustrada disiparía. La civilización, con sus estados-nación y normas
compartidas, nos elevaría por encima de instintos primitivos, garantizando un
mundo de debates lógicos y soluciones justas. Bajo esta luz, los conflictos son
apenas anomalías temporales, corregibles por el entendimiento mutuo.
Cuando pasan cosas terribles, y pasan todo el tiempo, esta
ficción tambalea, y la idea de civilización, racionalidad, ética o ilustración
cae, develando la barbarie. La guerra no
es un error racional, explica Freud; es la revelación de impulsos inconscientes
reprimidos. Para Freud, la psique no es un mecanismo lógico puro, sino un
iceberg, en el que el contenido consciente es la pequeña punta visible, pero
por debajo del agua, la gigantesca masa de hielo, el inconsciente, los deseos
primitivos, agresivos y sexuales– y el superyó, censor moral heredado que
genera culpas ocultas, ocupan mucho más espacio. La Ilustración ignoraba este
sótano oscuro, y Freud llega a prender la luz: nuestras decisiones
"lógicas" están saboteadas por corrientes subterráneas de traumas y
pulsiones que la civilización solo maquilla, pero no puede erradicar.
Esta desilusión freudiana explica el malestar actual sin
necesidad de juicios morales: en un mundo de conflictos crónicos, la exposición
constante a la violencia –ya sea local, como las explosiones y enfrentamientos
en Ecuador, o global, en crisis y conflictos regados por todo el planeta–
activa esos impulsos reprimidos, haciendo que lo distante se sienta inmediato y
abrumador. Esperábamos que la razón ilustrada hubiera domesticado la barbarie,
pero los hechos la desmienten: "La guerra nos despoja de las acumulaciones
posteriores de la civilización y pone al descubierto al hombre primitivo en
cada uno de nosotros". No somos capitanes plenos; somos prisioneros de
un inconsciente que anhela destrucción tanto como unión, y la desilusión
surge de esa brecha entre la ilusión racional y la realidad instintiva.
Pero hay más, y tiene que ver con las amistades terminadas,
las familias divididas, los desacuerdos insalvables en torno a los distintos
conflictos y las posturas que cada uno puede tomar. Freud profundiza esto en
"Psicología de las masas y análisis del yo" (1921), donde examina
cómo los individuos se funden en grupos a través de identificaciones
libidinales –lazos emocionales que atan el ego al líder o al colectivo, como un
"enamoramiento grupal" que sacrifica la crítica individual. En las
masas –sean protestas callejeras en Ecuador o comunidades digitales globales–,
el yo regresa a estados infantiles: sugestivo, irritable, impulsado por
emociones amplificadas por "inducción mutua". "Cada individuo en
el grupo está ligado por lazos libidinales, por un lado, al líder, y por el
otro, a los demás miembros del grupo", explica Freud, lo que genera una
cohesión aparente pero frágil: amor al "nosotros" implica odio al
"ellos", y cualquier disidencia activa un superyó tiránico que
percibe la diferencia como traición. Así, un conflicto lejano no solo abruma
por su escala, sino porque las identificaciones masivas convierten opiniones
en identidades absolutas, rompiendo lazos personales con una violencia
simbólica que evoca el ello primitivo. La razón ilustrada se disuelve en
regresión colectiva; lo que era debate se vuelve ruptura, amplificando la
angustia individual en un eco global.
¿Por qué esta desilusión nos deja tan abrumados hoy? Porque,
como Freud advierte, hemos vivido psicológicamente por encima de nuestras
posibilidades, en nuestra actitud civilizada hacia la muerte y el conflicto,
reprimiendo el inconsciente e ignorando su existencia hasta que estalla. La
Ilustración soñó con humanos racionales, pero la realidad sigue estando
atravesada por impulsos que no controlamos del todo, y que emergen a modo
de conflictos, guerras, odios o agresiones, sin importar los disfraces que les
pongamos. Entender esto –sin consuelos fáciles ni posturas heroicas– no
resuelve los conflictos, pero aclara que nuestra desesperación es respuesta
lógica a un mundo donde la racionalidad choca con lo irracional inherente. Reflexionar
sobre ello podría ser el primer paso para navegar el abismo sin ilusiones rotas,
o, al menos, sin tener que pelearnos con todo el mundo.
